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domingo, 4 de septiembre de 2016









Douglas Valiente

Douglas Enrique Valiente Aray, el muchacho que intentaba su infancia en Valle de la Pascua (su primer apellido se convertiría en un ejercicio de vida, pero el todavía no lo sabe) debió retener en su pupila ese lomo del mundo asomado sobre la punta del pueblo, hojoso de alcornoques y greñudo de mogotes y palmas. Las esquinas, la plaza, la peregrinación al colegio y al liceo criaron en el una conducta en la que el mañana (o eso que damos en llamar destino, por calificar de alguna manera el azar) no llegaba mas allá de aquellas nubes arocheladas sobre la carretera que le decía adiós a todo eso.

Douglas Valiente

Cuando su nombre se parezca a su existencia y el lugar donde naciera un 1° de enero de 1958 apenas se adivine al desgaire de las confidencias publicas y las conversaciones con los cazadores de secretos, nadie pensara en preguntarle cuál era su vida al cruzar la calle en busca del ocio del asueto de fin de semana y del sesteo vacacional. ¿Se subiría a las talanqueras de las mangas de coleo donde los héroes regionales del derribo de toros, los coleadores (afuera el hombre y detrás de la camisa el coraje, la petulancia frente al peligro), eran eternizados con una cinta al hombro o con el canto que divulgaba sus hazañas en el pajarillo y la chipola? ¿La presencia de algún coleador de fama avivaría en su imaginación la necesidad de transfigurar tal conjunción del animal airoso e impaciente con el jinete que le sofrenaba el ventarrón de su rabia? ¿Miraría la silla y los aperos de guerra (el pretal para proteger el corazón del caballo del cuerno del toro, las muñequeras y amarraduras para librar las cañas de las patas del casco enemigo y la pezuña filosa, la doble cincha que casi ahoga el fuelle del ollar para sujetar la silla, y el puñal de la espuela para hincarlo en el ijar al momento de emparejarse con el bicho y de asirlo por la cola sin mas apoyo que un solo estribo) hasta volcarlo sobre la arena? ¿O tal vez su imaginario de granuja vallepascuense escenificaría una ilusión en la que se veía usurpando la apariencia del coleador? Una doble contradicción confesional lo implico en la desestima por todo lo que tuviera talante de caballo, mulo, siquiera burro, y en la lejana afición rural por ellos. "Yo en Valle de la Pascua veía a los caballos, los conocía, pero nunca me había montado en ellos", le aseguro un día a Ewald Scharfenberg, y otro día autorizo a Oscar Armao Mendoza a que diera fe de "su apego al campo y la oportunidad que tuvo desde temprana edad para montarse en mulas, burros y caballos criollos".

Allá va, mientras su biografía no sobrepasa el rutinario rezo de su nombre en la lista de la asistencia escolar, a sufrir de matemáticas y de castellano. Es improbable ahora saber las veces que le gano el deseo de devolverse o de trocar las abstracciones de los números y de las leyes gramaticales por el goce de la deserción derribando mangos en las plazas y solares de Valle de la Pascua o pateando balones de fútbol en los descampados de Maracay.



En cambio, quedara claro para siempre que el jockey Douglas Valiente nació de una apuesta (el termino hípico habría de comprometerlo bien pronto, durante las innumerables tardes de su vida en que alegro la suerte de los fanáticos del 5 y 6) o de una promesa: un cuñado suyo le hablo de la vida de los jockeys, de su irresistible ascensión a la idolatría y a la riqueza. Douglas Valiente era solo un delgado perfil de ojos zarcos bajo la canícula aragüeña. Alguien mas, Guillermo Salswach, le hizo jurar que llegaría a conquistar el merecimiento de la fama. Tironeado por la seducción y el juramento, el hastiado de la regla de tres y del pluscuamperfecto no dudo un instante en tirar los bártulos de estudiante y enrumbar hacia La Rinconada.



Lo que habría de suceder luego se parece al relámpago: fulgura antes de hacerse real, el nubarrón es su presentimiento. El muchacho que fuera durante largo rato un apellido comprometedor, y la frágil postura y la estatura breve, cruzó el umbral del Hipódromo La Rinconada como si entrara a una factoría o a una compañía anónima en busca de empleo. Si lo hubieran conminado a que describiera un hipódromo, habría dibujado un lugar con arrestos de gallera o de dependencia ministerial de la fementida Gran Venezuela. De su primer encuentro con los puros de carrera, de su primera vez sobre sus lomos, allá arriba, entre la cruz y el anca, donde comienzan a volar, tampoco se tienen noticias. Si, en cambio, y bien que muy escueta, de su vida en la Escuela de Jinetes del Ovalo de Coche: arreglar camas, respirar aquel olor de alquitrán y de pomada acre o el relente de pajonal reseco de las pacas de alfalfa que cunde por los establos, mas el relincho y el golpe de los cascos contra los bocks pregonando infortunios de monotonía.

A lo mejor el recién llegado oyó hablar de los jockeys que reinaban en esos días, ganadores de pruebas clásicas, de holgada riqueza e insistente nombramiento en los periódicos o en los programas hípicos, y de aquellos que perdieron la vida cuando briceaban algún potro indócil o en la refriega de la ultima curva, como el Negro Cruz, que se desbarrancó de un caballo una aciaga mañana de traqueos. En eso estaría Douglas cuando clausuraron la escuela de jinetes. La matricula que abrigaba su sueño debió saberle a amargura, a desencanto.





Creo que esa vez supo quien era o quien en el nacía y puedo jurar que se sentía ya jinete cuando tomo el trillo que iba para el Hipódromo Municipal de Ciudad Bolívar, menos para cumplir una promesa que para probarse a si mismo sus modos de relámpago. Por eso el derribo que sufrió en los 950 metros empezando la recta de enfrente por culpa de las intemperancias de los caballos Grozni (que entrenaba Humberto Montiel) y de Sliperi que, después de derribar y volar por los aires al jinete Pedro Ramírez, se enreda con las patas de Grozni dando una vuelta de campana cayéndole en cima a Douglas, al que le produjo varios huesos rotos, en lugar de humillarlo alentó en el la tenaz determinación de insistir con el peligro que ha debido parecerle vecino de la gloria. "Fue un accidente feo, espeluznante, terrible estuve casi 5 meses en una habitación del Seguro Social Héctor Nouel Joubert con un brazo y las dos piernas totalmente enyesadas con Fractura de Pelvis y prácticamente inmóvil" le confesaría al Periodista Hípico Oscar Armao Mendoza.



Ciudad Bolívar era muy poco para quien quería apostar a si mismo sobre un purasangre de carreras. Y Douglas Valiente miró hacia Caracas. La Rinconada lo llamaba como la nube al relámpago. Cualquier pretexto lo invito a decirle adiós a la vieja ciudad del Orinoco, donde había probado por primera vez su apellido. El Hipódromo caraqueño le cedió la matricula de jinete y casi después de un rato la ocasión de competir con su destino en los lomos de Carovén, cuyo deslucimiento en la carrera seria corregido por su jinete, que lo apuro rozando casi la baranda a ver si al menos era digno de su sangre. Y lo fue, llego tercero, pero perdió ganando, porque su derrota acicateo el orgullo de un jockey a punto de fulgurar largamente. Antes, hubo de soportar bajo el sillón a caballos demasiado terrestres. Si; apenas volaban, apenas seguían de cerca a las palomas del Hipódromo, que suelen medirse con los fondistas y los milleros en últimos 200 metros.


Se subió al espinazo del tordillo Santurrón y sintió su empuje, su respiración preciosa de criatura alada, y miro por encima de su hombro: nadie, nadie podía ensuciarle el triunfo. Entonces se acordó de Pirulera (del Dr. Angel José Machín García), con la que dejo atrás el viento el domingo 10 de septiembre de 1976 en el Hipódromo de Ciudad Bolívar. Bisoño en mañas y triquiñuelas, aprendió, además, esta lección: un jockey necesita de un buen caballo. Los mongoles son mas metafísicos: "Un cuerpo necesita de una cabeza; un caballo necesita un jinete". Pero Douglas Valiente no estaba aquí en la vida para poetizar sobre los caballos: vino al mundo a ganar, a ser el mejor. Y comenzó a registrar en las caballerizas y en los studs, proponiendo sus dones para conducir al crack del momento. Toco a las puertas de ese pueblo de preparadores, propietarios, veterinarios, curanderos, brujos, apostadores lícitos e ilícitos, que no termina nunca porque sus muros se prolongan mas allá de las tribunas y de los establos. No miraría hacia atrás. No tenia tiempo para ver quien le pisaba los talones, quien se abría en los codos de la curva, quien fueteaba por su lado de sentir para aprovechar una mínima rendija entre dos caballos y colarse por ahí echándole tierra o fango a su pasión por la recta final y el cabeza a cabeza.


El frenesí de los triunfos no lo distraía ni en los descansos en su casa, cuando amanecía y se daba a trotar sobre los campos de golf del Junko Country Club. Debía cuidar sus 47 kilos y su juventud. Y su paciencia, su tenaz paciencia por alcanzar al astro Juan Vicente Tovar, a quien le mordía en 1973 la estadística aunque lo diezmara su condición de aprendiz. Andaba ya con ocho triunfos sobre los caballos, camino del sitio de partida o camino a su casa o de la fama. Quizá le pareció muy corta la milla y media de los grandes derbys con los que aspiraba a sobrepasar el numero de carreras ganadas que requería para vencer a Tovar, quien seria su sombra, su aspiración a lo sublime.

Douglas y Juan Vicente

En una semana consiguió cinco triunfos en fila y le estropeo ese privilegio al gran látigo caraqueño. No se llevaría la peleada estadística, pero si su historia personal ya que ganó el Título de Campeón Aprendiz en ese año 1979, una historia que había comenzado a lo sumo en un instante, en una rodada aparatosa de Ciudad Bolívar, pero que prometía una leyendas de clásicos y de triplecoronas, una epopeya de arremetidas a milímetros de la baranda o por el centro de la cancha, mandando o aguantando, observando a ese alazán o ese zaino que le estropeaba casi la seda del stud en el hombro, atento a la mas estrecha oquedad entre anca y anca para inmiscuirse en los metros finales que lo separaban de la meta, hacia lo ultimo, hacia el grito unánime de las tribunas y entregarse así, los brazos abiertos, sobre el descendiente de Northern Dancer o de Vaguely Noble, al viento y a la fama.

El muchacho aprendiz de 21 años había quedado lejos: en adelante, dos jockeys se repartían el fervor de los fanáticos y las cuadras de los mejores cracks de los hipódromos de Caracas, Valencia y Maracaibo. Mientras tuteaba la gloria de Juan Vicente Tovar (el reino de este mundo les pertenecía cada fin de semana) se fue a probar su linaje de jockey a Florida, al país de los Shoemaker, los Pincay, los Cordero. Allá enfrento distanciamientos, sanciones, pero nada consiguió que desmayara su ganas de irradiar sobre los purasangre. Gano varias carreras. Una de ellas, el prestigioso Florida Handicap, y conoció a una gloria viviente de la hípica norteamericana: supo quien era Walter Blum, dueño de la inmortalidad que concede el Belmont Stakes. Dejo muy en alto los colores venezolanos cuando ganó la estadística en Gulfstream Park a finales de los 80 y abrió la puerta a otros buenos jinetes criollos para que cumplieran campaña en tan exigente medio.